En mi armario

miércoles, marzo 03, 2010 Laura.S-P 8 Comments

La entrada numero 60 y quiero dedicarla a un relato que llevaba mucho tiempo con ganas de escribir. No es demasiado largo os recomiendo leerlo, sobretodo a mis lectoras, porque igual os hace pensar un poquito.
Y con esto también inaguro la nueva imagen de mi blog!!


La luz fría de febrero se cuela rencorosa por las rendijas y me salpica en la cara. Parpadeo aún adormilada y me revuelvo un momento bajo las cálidas mantas negándome aún a salir a una mañana tan fría que me ha levantado de esa manera. Pero al final la luz rebelde gana y me levanto de la cama.

Mis articulaciones suenan quejumbrosas, oxidadas como los goznes de una vieja puerta, pero es que yo soy vieja.

En el espejo me saluda la misma cara que lleva saludándome desde hace más de ochenta años. Mismos ojos grises, ahora más apagados; misma piel pecosa que ahora parece más un trapo viejo sucio. Tampoco dedico mucho tiempo a mirarme al espejo, nada ha cambiado de ayer para hoy ni cambiará para mañana.

Después me dirijo aún desperezándome del sueño al armario, y lo abro.

Una pequeña nube de polvo sale del armario al abrirlo. Las minúsculas motas revolotean en el aire, jugando con la misma luz que me despertó momentos atrás. Son como decenas de pequeñas luciérnagas suspendidas en la nada.

El polvo huele a viejo siempre, también a sucio, pero sobre todo a recuerdos, y eso es de lo que más hay en mi armario.

Primero busco zapatos, porque el suelo esta frío y mis pies empiezan a enfriarse.
Los primeros que veo son los zapatos que llevaba cuando tenía veinte años. Son de colores llamativos, un arco iris de color en el mundo de los zapatos. Altos, brillantes y estilizados como el primer día, zapatos para ver el mundo y que el mundo te mire cuando pasas. Los desecho con una sonrisa, de esas que dicen que ya has vivido bastante y has visto lo suficiente como para no necesitar que nadie te mire, y cojo de la balda más cercana unas botas negras, ajadas y viejas, pero blandas y cómodas, que envuelven mis pies con su tacto familiar.

Luego, con los pies ya calientes, busco el resto de la ropa entre los recuerdos de mi vida. Ah, los vestido de los treinta, cuando te estabas comiendo el mundo, trajes de oficina, blancos, negros e incluso alguno rojo, agresiva y fiera, dispuesta a comerme el mundo. Los rechazo, ya no tengo ganas de pelear por cosas que no merecen la pena, cuanto me gustaría haber podido decirme eso en aquellos momentos…aunque no creo que me hubiera escuchado. Con un pequeña risita elijo esta vez un vestido azul, del color del cielo, con florecitas estampadas.

Pertrechada como estoy ya, me vuelvo al baño para peinarme. Mi pelo ya no es del rojo brillante que acostumbraba en mi juventud ni de la multitud de colores que lo fue en mi madurez, cuando aún intentaba engañar al tiempo cubriendo mis canas. Ahora era blanco, como la nieve y yo me enorgullecía de ello.

Al abrir los cajones los recuerdos me asaltan de nuevo. Maquillaje, pintalabios y máscara de pestaña, todos resecos y cuarteados por el desuso, pues ya no me importa mostrar mis arrugas, cicatrices de mil batallas en mi rostro, y esconderlas bajo una máscara, por hermosa que sea, sería como negarme a mí misma mis años vividos, y eso es, de lejos, un precio demasiado caro por un bien tan efímero como la belleza.

Me miro por última vez al espejo y veo todas las mujeres que he sido. La joven de los veinte, alocada y vivaz, con el mundo bajo sus tacones de aguja. La de los treinta, una pantera disfrazada de mujer en una jungla llena de hombros, segura y dispuesta. La de los cuarenta, madre entregada y febril trabajadora, amante y esposa, amada y cálida. La de los cincuenta más sabía ya que joven, más tranquila que fiera. La de los sesenta y los setenta, la mujer que se encuentra a sí misma después de haber encontrado todo lo demás y decide por fin descansar.

Y por último, la de los ochenta, la que me devuelve la mirada en el espejo, con sus botas viejas pero cómodas, con su vestido amplio, su pelo cano y su cara lavada. Y es esa mujer la que me sonríe y me dice con alegría que nunca es demasiado tarde para ser feliz y que la mejor forma de empezar un día feliz es con un buen chocolate con churros.

Será esa mujer la que vean por la calle todas las personas que van corriendo a trabajar, que quizás piensen que solo es otra jubilada que sale a desayunar, que lleva ropa horrenda y apenas se ha peinado. Pero solo ella sabrá que todas esas cosas que ellos ven, no merecen la pena, que lo único que importa de verdad es….SER FELIZ.

8 suspiros:

Los comentarios me animan mucho a seguir escribiendo, asi que, si os gusta, comentad^^