Corazon de Hielo

martes, septiembre 15, 2009 Laura.S-P 3 Comments

La abuela Nohr se acomodó en su mecedora junto al fuego y luego miró a la docena de ojos azules brillantes, que la miraban expectantes. Fuera el frío era helador y de las ventanas colgaban pequeñas estalactitas de hielo, que tintineaban bajo la fuerza del viento. Uno de sus nietos se revolvió inquieto y Nohr decidió empezar el cuento:

“Hace ya muchos años, cuando aún los hombres no habían llegado a las Tierras Congeladas, sobre estas tierras gobernaba el Emperador Frío. El emperador Frío era un hombre anciano, sabio y poderoso, que tenía cuatro hijos. El mayor de todos se llamaba Ventisca y era un joven malhumorado e inquieto, quien gustaba de pasearse por los dominios de su padre, atemorizando a animales y plantas con sus helados soplidos. Después estaba Escarcha, una joven muy bella pero con el corazón helado como un tempano, gustaba de salir a pasear muy por la mañana, congelando con el roce de sus manos las gotas de rocío. La otra hija del emperador se llamaba Nieve, y era una joven dulce y alegre, con ojos grandes y profundos de sonrisas constantes; era ella quien daba el color blanco a las tierras de sus padres, cubriendo con su frío manto todo aquel paisaje. El último de los hijos del emperador Frío se llamaba Hielo. Hielo era distinto a todos sus hermanos, sus ojos eran azules traslúcidos, casi soñadores y disfrutaba congelando los estanques de agua del palacio invernal.

Un día el emperador Frío hizo llamar a sus hijos. Se estaba haciendo demasiado mayor y alguno de ellos debía heredar el Trono de Hielo, así que les ordeno que partieran y que le trajeran la cosa más hermosa que encontraran en el reino invernal. Aquel que le trajera la cosa más bella sería el heredero del trono helado.

Así pues, los hermanos salieron prestos en busca de la cosa más hermosa del reino invernal. Ventisca partió llevado por un viento tan intrépido como él hacia las tierras del este. Escarcha partió hacia las tierras del norte, tan frías como su belleza. Nieve partió con su manto blanco hacia el montañoso este. El último en partir fue Hielo, que partió hacia las tierras cálidas del sur.
Hielo recorrió las tierras cálidas durante más de dos semanas sin ningún éxito. Temía que sus hermanos hubieran vuelto ya al palacio de Frío llevándole hermosos presentes a su padre mientras él aún vagaba por aquellas tierras extrañas sin encontrar nada. Fue entonces cuando la vio. Una figura hermosa, deslizándose sobre una capa de hielo fino. Hielo observó a la muchacha fascinado. Ella saltaba, giraba y se deslizaba sobre el frágil estanque como si sus pies volaran. El cabello castaño se le alborotaba con el movimiento y los ojos verdes como el mar brillaban de alegría. Hielo no había visto nada más hermoso en su vida.

Sin pensarlo dos veces atrapó los pies de la muchacha en el hielo del estanque y la obligó a ir con él. La muchacha al principio sólo se revolvía y gritaba pero al fin dejó que Hielo la llevara en sus brazos hasta el palacio de su padre.

Sus hermanos ya estaban allí cuando Hielo llegó. Ventisca había sido el primero en llegar y le ofrecía a su padre una espada del mar del este, forjada con los colmillos de morsa, un arma tan mortífera como bella. Nieve había sido la segunda, adelantando a su hermana mayor por solo un día. Le trajo a su padre una corona de cristales de hielo, labrada por las manos de los hombres del oeste, frágil y delicada como un carámbano. Escarcha trajo del norte un manto de Oso Polar negro, el más raro en su especie y que abrigaba de todo frío. Cuando Hielo entró en el gran salón llevando de la mano a la hermosa joven, todo el mundo parecía confundido.

La muchacha se encogía como un ratoncillo asustado tras las espaldas del Hielo, que caminaba firme hacia el trono de su padre. Su padre reclamó en seguida su presente, extrañado ante la acompañante de su hijo. Entonces Hielo se volvió y poniendo una mano sobre el suelo de la sala lo cubrió de una capa de hielo fina y brillante. Volviéndose a la joven con una sonrisa dulce le susurró al oído: “Baila, baila para mi padre, danzarina del hielo”

La corte del emperador quedó fascinada por la muchacha. A pesar del miedo ella se deslizaba, volaba y hacia piruetas sobre la delgada capa de hielo. Todos aclamaron a la joven cuando finalizó el baile y volvió al amparo de Hielo, y este fue nombrado heredero y emperador esa misma noche.

La fiesta de coronación de Hielo duró varias semanas, semanas de fiesta y alegría, en las que el joven emperador y la bailarina se enamoraron. Pronto la joven bailarina quedó embarazada del hijo del hielo y ambos eran dichosos y se amaban de todo corazón. Pero a pesar de todo su amor por Hielo, la bailarina estaba triste.

Añoraba su hogar, su familia y el calor de su casa. Hielo, viendo el dolor de su corazón decidió dejarla marchar con su hijo aún no nacido. Antes de dejarla volver a su hogar, le regaló una joya, un precioso corazón de hielo, que jamás se derretiría y le prometió que todos sus descendientes llevarían su sangre, la sangre del emperador. Y les dejó marchar, llevándose su corazón con ellos.
Se dice que aquel invierno fue el más suave y el más dulce, para que el hijo de Hielo pudiera crecer sano y fuerte. Y cumpliendo su promesa, todos los descendientes de la joven llevaron la sangre del emperador Invernal y sus ojos fueron azules claros, traslúcidos, como el propio hielo. La joven siempre conservó siempre la joya, prometiendo que cuando sus hijos y sus nietos fueran mayores volvería al palacio, con el emperador…”

La abuela Nohr estaba agotada después del cuento, pero los ojitos azules que la observaban parecían querer más y más. Todos se revolvían y cuchicheaban entre ellos, hasta que por fin una de sus nietas alzó su tierna voz infantil

- Abuela, ¿volvió la bailarina con el emperador?- preguntó la más pequeña de sus nietas, la más parecida a ella, la única con sus ojos verdes
- Tonta, es solo un cuento – le respondió hosco uno de los más mayores
- No lo sé, mi vida, quizás decidió quedarse a ver crecer a sus nietos – le respondió dulcemente
- Yo volvería con él, la quería mucho – respondió obstinada la niña
- Quien sabe, quién sabe-

Los niños se fueron a la cama, con muchas protestas y ceños fruncidos, pero obedientes a sus madres. La abuela Nohr se quedó entonces sola en la cocina, viendo como la luna se ocultaba poco a poco entre las montañas. Al alba silenciosa como una gata ,pese a sus cansadas articulaciones, salió de la casa llevando sus viejos patines en la mano.


El sol lucía en el estanque helado, tan brillante como la primera vez que lo vio. Se calzó los patines pesadamente y luego se deslizó sobre el quebradizo hielo. Ya no era tan hábil, ni tan veloz como antes, ahora apenas podía deslizarse. De entre los pliegues de su ropa sacó un pequeño objeto.
Allí estaba, azul y facetado, tan brillante y frío como la primera vez que lo sostuvo en sus manos: el corazón de Hielo. Sus nietos jamás imaginarían que la protagonista de aquel cuento que tanto les gustaba era su vieja abuelita, y si se lo dijera tampoco la creerían, ni falta que hacía. Cada vez que miraba a aquellos ojitos claros y brillantes veía a Hielo en ellos. Él había cumplido su promesa, y todos sus hijos tuvieron los ojos azules, igual que sus nietos, a excepción de la pequeña niña, con los ojos verdes como los suyos.

Oyó un rumor de pasos sobre la nieve y se volvió sabiendo a quien iba a encontrar. Hielo caminaba hasta ella, como lo había hecho tantas veces a lo largo de los años. Había envejecido y ahora le recordaba a su anciano padre. Pero en sus gélidos ojos, ella seguía viendo al joven Hielo, acercándose a ella mientras patinaba en el estanque. Esta vez le tendió la mano, debía ir con él ya. Había visto nacer y crecer a los hijos de ambos e incluso a una docena de nietos, y ahora debía marcharse con él, a ocupar su lugar a su lado en el palacio invernal.

Cuando sus manos se tocaron ya no eran dos ancianos. Sus canas empezaron a desaparecer y su piel se volvió tersa y suave. El tiempo que habían pasado separados pareció disolverse en la nieve y volvían a ser el joven príncipe y la bailarina del hielo, que reían alegremente ante un futuro que parecía infinito.

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Los siete inviernos

lunes, septiembre 07, 2009 Laura.S-P 1 Comments

Los pasos apenas se oían amortiguados por las botas. Jade recorría los largos y angostos pasillos del palacio imperial más sigilosa que una gata. A esa hora temprana, la hora más oscura antes del amanecer, el palacio se mantenía silencioso y dormido mientras Jade se movía rápida por sus galerías.

La estancia en la que entró era más fría aún que las demás y Jade dejó escapar un suspiro que se convirtió en una diminuta nube de vaho. La habitación contaba con una bóveda baja, decorada con pinturas doradas, que se sujetaba en una docena de arcos picudos con columnas en forma de diosas antiguas. La belleza de la habitación podría haber sobrecogido a cualquier otro, pero no a Jade, la ladrona más buscada de Los Siete Inviernos. Allí frente a sus ojos, a menos de dos pasos de distancia se encontraba el tesoro más preciado de Los Siete Inviernos: La espada de los Siete Inviernos.

Era una espada magnífica, tallada en un cristal del hielo de las montañas del sur. Era ligera como una pluma y peligrosa como el mordisco de una serpiente. La empuñadura estaba hecha del mismo material y cubierta de sedas blancas de las Tierras Abrasadas. Aquí y allá en el filo y en la empuñadura aparecían gemas blancas, azules y negras, procedentes de todas las ciudades de los Siete Inviernos.

Cuando Jade la tuvo entre sus manos dejó escapar una risita divertida. Daría todas las joyas de sus robos a cambio de poder ver la cara que se le iba a quedar al Rey cuando fuera a buscar su arma y se encontrara en su lugar un simple y vulgar cuchillo.

Sin perder un segundo más de su preciado tiempo Jade salió corriendo, veloz como el rayo, a través de los pasillos. Cuando ya casi saboreaba la victoria y podía ver la ventana por la que había entrado al final de la galería oyó el estruendo de la loza rota y un grito de mujer y supo que la habían descubierto. Los guardias acudieron a tropel ante los gritos de la criada y pronto Jade se encontró rodeada de una docena de guardias que la gritaban y la amenazaban con sus espadas desenvainadas. Jade se puso en guardia usando la única arma que llevaba encima, la propia espada de los Siete Inviernos, y entonces sucedió lo inesperado.
La espada empezó a moverse como si estuviera poseída, derribando a los sorprendidos guardias uno a uno. Tras terminar con los guardias, volvió obediente a las manos de Jade, que no perdió un momento más y saltó por la ventana mezclándose en la espesura de la noche.
La espada brillaba aún ahí, en la negrura de su guarida y Jade la observaba recelosa. Desde luego era un trofeo grande y lo iba a vender muy alto pero desconfiaba de sus poderes. Aún así estaba cansada y cuando el día nació Jade descansaba ya entre las mantas de su lecho.
Se despertó cuando el sol ya se acostaba y comprobó que la espada siguiera allí y así era, pero tenía un brillo particular, mayor que el día anterior. Era tan hipnótico su brillo que Jade no pudo evitar pasar un dedo por el fijo. La gota de sangre se deslizó, roja y caliente, a través del filo frío y entonces aparecieron.

Siete ancianos, espíritus, frágiles y semitransparentes, que flotaron en el aire alrededor de Jade. La ladrona estaba extasiada y ya empezaba a frotarse las manos al imaginarse el precio que podría sacar de una espada que además de legendaria era mágica.
Los siete ancianos se dieron a conocer como los Siete Inviernos. Habían sido los fundadores del reino y al morir sus almas habían tomado descanso en el filo de la espada. Tales señores, según las leyendas que Jade había oído, además de sabios y aguerridos, eran unos magos poderosísimos. Así era, los ancianos espíritus, una vez despertados, podían cumplir cualquier deseo que el nuevo amo de la espada ordenase.

Jade no cabía en sí de gozo. Con aquellos siete ancianos sus necesidades estaban solucionadas, ya no tendría que robar, ni tampoco tendría que vender esa maravillosa espada. Aún recelosa, solicitó a los ancianos que ante ella apareciera la misma cena que esa noche se iba a servir en la mesa del Rey. Al momento aparecieron en su mesa los más ricos manjares: pavo, jabalí, venado, dulces, salsas, vinos del sur…Jade devoró todo el banquete en un momento y luego dio su siguiente petición: quería tener todo el vestuario de la Reina. Tal como había aparecido la comida empezaron allí a aparecer sedas, pieles, zapatos finos y botas nuevas. Luego pidió criados, una casa nueva, poder, un marido guapo y joven, una camada de perros de caza…siguió pidiendo y pidiendo, pero cada vez se encontraba más y más débil, hasta que al final no podía moverse.
Miró a los ancianos que seguían allí mirándola impasibles y sabios tras sus largas barbas blanquecinas y sus ropas flotantes. Habían cumplido todos y cada uno de sus deseos. Tenía todo y aún quería más, más y más. Entonces pidió su último deseo: quería ser ella la Reina, reinar sobre Siete Inviernos y todas sus riquezas. Tras formular ese último deseo cayó muerta, fulminada, pálida como la nieve y con los ojos hundidos en sus cuentas. Al morir ella todo desapareció, todo el lujo, la seda, el poder, todo.

Al día siguiente el Rey despertó y vio que la legendaria espada estaba a los pies de su cama. Al verla allí sintió como un escalofrío le recorría la espalda. La espada había sido robada muchas veces, pero siempre volvía a las manos de su amo legítimo, el Rey de los Siete Inviernos, pero no sin antes cobrarse su precio.
Los ojos del rey se posaron en la frase grabada en la espada, aquella que si Jade hubiera sabido leer quizás le hubiera salvado la vida: “Por cada deseo un pago de sangre”. El rey volvió a dejar la espada segura en su sala, compadeciendo a aquel incauto que por codicia y necedad, no hizo caso a la advertencia de la espada y pagó su codicia al más elevado de los precios.
FIN

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Seda y escarcha

miércoles, septiembre 02, 2009 Laura.S-P 3 Comments

La historia que subi el otro día iba a ser un prologo de esta, pero al final se acabo alargando. Espero que os guste de todos modos^^

El frío invernal agitó las finas cortinillas del carruaje, haciendo que Iore se arrebujara aún más bajo sus mantas. Llevaban más de tres meses de viaje, y las últimas tres semanas lo único que podía contemplar a través de su ventanuco era un mar blanco. Llanuras y más llanuras blancas, como si las hubieran espolvoreado con vainilla, nada parecido a su país.

Iore había nacido en un país cálido, extremadamente cálido. Allí en invierno la gente se paseaba por las abarrotadas calles disfrutando de los mil aromas de la gran ciudad, y durante las agobiantes tardes de verano, se sentaban bajo sus tejadillos de esterillas a comer delicias de maicena y pistachos y beber té de manzana congelado. Aquella era la vida que Iore conocía. Los palacios de mármol, los suelos con mosaicos, las intrincadas celosías de las ventanas, las sedas suaves que flotaban sobre su piel…pero su padre había decidido enviarla a un lugar muy, muy lejano, donde según había oído de sus tutores, hacía frío todo el año y la tierra estaba cubierta por una sustancia blanca y fría llamada “nieve”. Toda su oposición había sido en vano y su padre la había enviado primero por mar y luego en carromatos hasta aquella tierra tan lejana, que todo el mundo llamaba “el Norte”.

Ninguna de las prendas de abrigo que había traído consigo eran capaces de mantenerla caliente. Aquel frío seco y afilado como un cuchillo, se colaba por todas las rendijas de su lujoso carromato, haciéndola tiritar y maldecir a su padre en susurros.
La famosa nieve tampoco le había parecido nada conveniente. Era fría y escurridiza, y si la mantenías demasiado tiempo entre los dedos, te quemaba como si fuera fuego. Además el paisaje eternamente cubierto de nieve le pareció tremendamente aburrido y soso.

Por fin, tras semanas de viaje agotador llegaron al castillo del Norte. Era una construcción de madera, tosca y fea. Estaba rodeada por una gran muralla de la que cuidaban osos gigantes de pieles grises. Iore se adentró en la fortaleza con el corazón encogido de miedo y desesperanza, pronto había de conocer a quien sería su futuro marido, y después se quedaría encerrada en aquella maldita fortaleza para siempre.

La sala del trono, era una sala enorme, de madera, cubierta con pieles grisáceas y sucias y olía terriblemente mal. Al fondo de la sana había un trono enorme de madera y metal sobre el que se sentaba un oso gris gigante como los que había visto vigilando en las atalayas. Un escalofrío le recorrió la espalda a Iore al contemplar a su futuro marido.

El gran oso se levanto y caminó con pasos elásticos y firmes hacia ella. Al acercarse, Iore dejó escapar un suspiro al darse cuenta de que su prometido no era el oso gris que ella había imaginado, sino que estaba cubierto con una enorme y maloliente piel de oso que le cubría casi por completo. Pero no se había equivocado en lo de gigante. Iore siempre había sido la más alta de sus hermanas, sin embargo aquel bárbaro le sacaba más de dos cabezas.

El gigante se agachó e Iore se encontró de repente sumergida en dos ojos glaucos, grisáceos y fríos. Nunca había visto unos ojos como aquellos, y desde luego nadie se había atrevido jamás a mirar tan directamente a la hija del Sultán, pero ella sostuvo la mirada terca y valiente, y el bárbaro sonrío y le plantó un beso.

Iore estaba roja de ira. Aquel bárbaro apestoso, que ni siquiera se había dignado a dirigirle unas palabras la había besado y luego se había marchado carcajeándose con una manada de guardianes-oso tan apestosos y groseros como él. Después un par de criadas delgaditas y calladas, la habían conducido hasta sus “aposentos”, una sala enorme también de madera, coronada por una inmensa chimenea que crepitaba. Una cama enorme cubierta de pieles de animales la acogió en su calidez.

No sabía cuánto tiempo llevaba dormida, pero cuando despertó él ya estaba allí. Estaba sentado al borde de su cama, observándola con aquellos ojos helados y paseando los dedos por el pelo negro de Iore. Se levantó de un golpe, pero él ni siquiera se movió y siguió mirándola en silencio. Ya no llevaba las pieles puestas, y ahora una mata de pelo rubio, casi blanco le caía trenzado por la espalda desnuda. Iore había visto muchos torsos desnudos, de esclavos y sirvientes, pero ninguno como aquel. La piel era pálida, blanca como la nieve, tatuada de sin fin de monstruos y antiguas cicatrices. Los brazos eran anchos y musculosos, y las manos grandes y fuertes. Sin mediar palabra alguna se acercó a ella y cogió su rostro con una de sus manos ásperas. Iore estaba paralizada y cuando él la besó de nuevo más cálidamente, se dejó llevar un momento. Sin embargo la confusión sólo le duró un instante. Después se desembarazó del bárbaro que la miraba divertido y la perseguía allí donde fuera.

Iore salió corriendo por los pasillos fríos del castillo, buscando la salida. Los guardianes-oso salían a su paso, intentando detenerla, llamándola una y otra vez “hija del Sol”. Al fin consiguió salir de aquel castillo endiablado y maloliente, pero el frío del Norte la atrapó entre sus gélidos dedos.
Andaba renqueante sobre la nieve. La repentina tempestad la había atrapado en su alocada huída del palacio. Estaba sola y medio muerta de frío. Los pliegues de su capa roja de seda estaban cubiertos por finos cristalitos de hielo. Aún en aquellas terribles circunstancias Iore no podía dejar de admirar lo bello que era. Fue lo último que vio, sintió y pensó antes de caer desplomada sobre el frío suelo invernal.

Las voces sonaban en todas partes, y el calor era asfixiante, casi tanto como en las tardes de verano en su tierra. No podía abrir los ojos, hacía demasiado calor, estaba demasiado cansada. El cuerpo le dolía como si hubiera estado días de viaje y cada roce de las sabanas era como una quemazón en su piel. Pero unas manos no la soltaban, no la dejaban hundirse en aquella calidez oscura. La acariciaban y susurraban su nombre mientras le ponían frescor en la frente. Eran un oasis de aguas heladas y amables en medio de un infierno de calor.

Sus ojos se abrieron lentamente, como si hubiera estado mucho tiempo durmiendo. Al principio no sabía dónde estaba, pero pronto el sonido del crepitar del fuego y el tacto suave de las pieles le recordó donde estaba. Se levantó pesadamente, tenía el cuerpo entumecido de la fiebre y el pelo pegado a la frente por el sudor. Al ponerse en pie se sintió débil y estuvo a punto de caer, pero unas manos fuertes la atraparon y la ayudaron a volver a la cama.

El señor bárbaro estaba allí, cubierto con sus pieles de oso y llevándola a la cama como a una niña. La tumbó, la arropó y le paso una mano fría y áspera por la frente. Parecía preocupado, estaba preocupado por ella. Ahora eran los ojos de ella los que no podían despegarse de él. Había sido él quien la había traído de vuelta y el que la había estado cuidando mientras tenía fiebre. Iore se sintió terriblemente culpable y agradecida:

- Gracias- dijo apenas en un susurro. El bárbaro la miro y luego posó un beso fresco en su frente
- Eres bienvenida Hija del Sol – respondió el bárbaro en la lengua de Iore sobresaltándola
- ¿Hablas mi lengua?- era la primera vez que le oía hablar
- Por supuesto Hija del Sol, llevo toda mi vida esperando tu llegada – dijo mientras hundía sus dedos en el pelo azabache de ella
- Pero…yo no te conocía, no sabía de tu existencia-
- No en esta vida Hija del Sol – dijo sonriéndola cálidamente – pero hace muchos años, tú fuiste el Sol y yo el Hielo, fuimos hermanos y amantes – dijo con suavidad mientras ella le observaba fascinada- pero el Gran Señor, celoso de tu belleza, te arrastró lejos, a las ardientes tierras del Verano, lejos de mi – cogió su cara entre sus manos- pero ahora estás aquí para hacer que mi hielo brille de nuevo bajo mi luz- sonrió y la besó nuevamente- bienvenida Hija del Sol-
- Me llamo Iore – dijo en un susurro
- Yo soy Darek, Hijo del Hielo-
- Es un nombre precioso…-
- En nuestra lengua significa “escarcha”-

Iore recordó su capa en el frío, los cristales de hielo, las escarcha cubriendo la seda escarlata y luego clavó sus ojos aceituna en los ojos del hombre, del mismo color frío, con el mismo brillo traslucido y se dejó atrapar por él, por su frío sus pieles y su misterio. Y por una vez pensó, que quizás, el reino del Norte, era hermoso.

FIN

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