Los siete inviernos

lunes, septiembre 07, 2009 Laura.S-P 1 Comments

Los pasos apenas se oían amortiguados por las botas. Jade recorría los largos y angostos pasillos del palacio imperial más sigilosa que una gata. A esa hora temprana, la hora más oscura antes del amanecer, el palacio se mantenía silencioso y dormido mientras Jade se movía rápida por sus galerías.

La estancia en la que entró era más fría aún que las demás y Jade dejó escapar un suspiro que se convirtió en una diminuta nube de vaho. La habitación contaba con una bóveda baja, decorada con pinturas doradas, que se sujetaba en una docena de arcos picudos con columnas en forma de diosas antiguas. La belleza de la habitación podría haber sobrecogido a cualquier otro, pero no a Jade, la ladrona más buscada de Los Siete Inviernos. Allí frente a sus ojos, a menos de dos pasos de distancia se encontraba el tesoro más preciado de Los Siete Inviernos: La espada de los Siete Inviernos.

Era una espada magnífica, tallada en un cristal del hielo de las montañas del sur. Era ligera como una pluma y peligrosa como el mordisco de una serpiente. La empuñadura estaba hecha del mismo material y cubierta de sedas blancas de las Tierras Abrasadas. Aquí y allá en el filo y en la empuñadura aparecían gemas blancas, azules y negras, procedentes de todas las ciudades de los Siete Inviernos.

Cuando Jade la tuvo entre sus manos dejó escapar una risita divertida. Daría todas las joyas de sus robos a cambio de poder ver la cara que se le iba a quedar al Rey cuando fuera a buscar su arma y se encontrara en su lugar un simple y vulgar cuchillo.

Sin perder un segundo más de su preciado tiempo Jade salió corriendo, veloz como el rayo, a través de los pasillos. Cuando ya casi saboreaba la victoria y podía ver la ventana por la que había entrado al final de la galería oyó el estruendo de la loza rota y un grito de mujer y supo que la habían descubierto. Los guardias acudieron a tropel ante los gritos de la criada y pronto Jade se encontró rodeada de una docena de guardias que la gritaban y la amenazaban con sus espadas desenvainadas. Jade se puso en guardia usando la única arma que llevaba encima, la propia espada de los Siete Inviernos, y entonces sucedió lo inesperado.
La espada empezó a moverse como si estuviera poseída, derribando a los sorprendidos guardias uno a uno. Tras terminar con los guardias, volvió obediente a las manos de Jade, que no perdió un momento más y saltó por la ventana mezclándose en la espesura de la noche.
La espada brillaba aún ahí, en la negrura de su guarida y Jade la observaba recelosa. Desde luego era un trofeo grande y lo iba a vender muy alto pero desconfiaba de sus poderes. Aún así estaba cansada y cuando el día nació Jade descansaba ya entre las mantas de su lecho.
Se despertó cuando el sol ya se acostaba y comprobó que la espada siguiera allí y así era, pero tenía un brillo particular, mayor que el día anterior. Era tan hipnótico su brillo que Jade no pudo evitar pasar un dedo por el fijo. La gota de sangre se deslizó, roja y caliente, a través del filo frío y entonces aparecieron.

Siete ancianos, espíritus, frágiles y semitransparentes, que flotaron en el aire alrededor de Jade. La ladrona estaba extasiada y ya empezaba a frotarse las manos al imaginarse el precio que podría sacar de una espada que además de legendaria era mágica.
Los siete ancianos se dieron a conocer como los Siete Inviernos. Habían sido los fundadores del reino y al morir sus almas habían tomado descanso en el filo de la espada. Tales señores, según las leyendas que Jade había oído, además de sabios y aguerridos, eran unos magos poderosísimos. Así era, los ancianos espíritus, una vez despertados, podían cumplir cualquier deseo que el nuevo amo de la espada ordenase.

Jade no cabía en sí de gozo. Con aquellos siete ancianos sus necesidades estaban solucionadas, ya no tendría que robar, ni tampoco tendría que vender esa maravillosa espada. Aún recelosa, solicitó a los ancianos que ante ella apareciera la misma cena que esa noche se iba a servir en la mesa del Rey. Al momento aparecieron en su mesa los más ricos manjares: pavo, jabalí, venado, dulces, salsas, vinos del sur…Jade devoró todo el banquete en un momento y luego dio su siguiente petición: quería tener todo el vestuario de la Reina. Tal como había aparecido la comida empezaron allí a aparecer sedas, pieles, zapatos finos y botas nuevas. Luego pidió criados, una casa nueva, poder, un marido guapo y joven, una camada de perros de caza…siguió pidiendo y pidiendo, pero cada vez se encontraba más y más débil, hasta que al final no podía moverse.
Miró a los ancianos que seguían allí mirándola impasibles y sabios tras sus largas barbas blanquecinas y sus ropas flotantes. Habían cumplido todos y cada uno de sus deseos. Tenía todo y aún quería más, más y más. Entonces pidió su último deseo: quería ser ella la Reina, reinar sobre Siete Inviernos y todas sus riquezas. Tras formular ese último deseo cayó muerta, fulminada, pálida como la nieve y con los ojos hundidos en sus cuentas. Al morir ella todo desapareció, todo el lujo, la seda, el poder, todo.

Al día siguiente el Rey despertó y vio que la legendaria espada estaba a los pies de su cama. Al verla allí sintió como un escalofrío le recorría la espalda. La espada había sido robada muchas veces, pero siempre volvía a las manos de su amo legítimo, el Rey de los Siete Inviernos, pero no sin antes cobrarse su precio.
Los ojos del rey se posaron en la frase grabada en la espada, aquella que si Jade hubiera sabido leer quizás le hubiera salvado la vida: “Por cada deseo un pago de sangre”. El rey volvió a dejar la espada segura en su sala, compadeciendo a aquel incauto que por codicia y necedad, no hizo caso a la advertencia de la espada y pagó su codicia al más elevado de los precios.
FIN

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